28 abr 2011

Ana Silver


La grama de indias crecía silvestre en los arenales de Tumatey; afincadas en la urdimbre de sus dorados tallos, las espadañas burlaban el viento abatiéndose e irguiéndose inmediatamente sobre las arenas, mientras a escasos metros la mar estallaba implacable sobre las oscuras piedras de la orilla.

Costa arriba, playas del nordeste: donde Paraguaná se enfrenta íngrima y sola, a la mar y a los vientos con la Escollera de la Tortuga que corre a trechos desde Adicora hasta Puerto Escondido.

Noche y día el mismo estruendo batiendo sobre las piedras, apenas si deja oír los latidos del corazón sembrado por Ana Silber en las soledades de Tumatey.

Hace ya mucho tiempo desapareció la grama de indias … y también se ha desvanecido un tanto la soledad de la Costa Arriba, pero, inmune al olvido y a la desesperanza sigue viviendo el recuerdo de Ana Silber, mujer de náufragos, que decidió borrar allí la afrenta que le infirió Fray Catalino de Almera, Párroco de Pueblo Nuevo, por aquel asunto de la Plaza Mayor, de las mulas y de la concupiscencia judía.

Cuando Ana Silber fue abandonada en los arenales, supo y asumió que aquella sería su casa para siempre; nunca olvidó su origen, pero decidió enfrentar su destino de la misma forma que Paraguaná enfrentaba los cielos inclementes, y así, armada con un tallito de grama, hizo de aquella orilla una patria para sus 18 años de amor y de libertad.



٭٭٭

Todavía la Plaza Mayor de Pueblo Nuevo era un patio de mulas dominado por la intensa actividad mercantil que generaba el almacén de Salvador Román, cuyos depósitos rebosaban de maíz; cueros de chivo; panela serrana; herramientas para labranza; crehuela; dril; varas de El Tocuyo; cecina; tasajo; fósforos;  lámparas de carburo; sacos de yute; cuerdas de cáñamo; clavos punta parís; caña brava; hilo y aguja; simientes, y de los cuatro o cinco géneros restantes que bastaban a cubrir las magras necesidades de la Paraguaná aldeana.

 Salvador Román había instalado un amarradero para las bestias; amarradero que con el roce de los cabestros y de los propios animales se había convertido en una madera lucia y brillante como si la hubieran laqueado en la carpintería de Mosé Córdoba.

Ni siquiera los domingos se libraba la plaza del paso de las caballerías, pues cuando desaparecía la mayor parte de las bestias de carga, llegaban los caballeros del pueblo, los de Roncador, de Aguaque, de La Estancia, de San Pedro y La Esmeralda, con sus trotones y a examinar el mercado de futuras esposas que conscientes de su papel, llegaban a la iglesia con sus mejores galas.

Parte del espectáculo dominical eran los iracundos sermones de Fray Catalino de Almera quien consideraba el mercado de la Plaza Mayor como una afrenta a la dignidad de la iglesia.
 

Todos sabían que la indignación del cura no obedecía tanto al tráfico de mercaderías, como el espectáculo que se armaba cuando, para regocijo de todos, venía entre las recuas alguna hembra en celo; ocurría a la plaza una multitud con la intima y pueril esperanza de ver como el celo de las hembras precipitaba una lluvia de fuego y de relinchos entre todos los animales.


Siempre hubo quien abandonara la misa y, aun a riesgo de excomunión, se incorporará al grupo de “viciosos pelafustanes” que según Fray Catalino poblaba la Plaza Mayor.

Había la convicción de que cuando se precipitaban esas lluvias de fuego y de relinchos, el rostro de las damas se hacía mas vivo y mas grave; particularmente en aquellas que por caprichosos entendimientos de los pueblerinos, formaban parte del sueño erótico de la comunidad.

Indiferente a la iracundia de Fray Catalino, la conciencia del pueblo vivía sosegada, pues Misael Noguera, sastre y barbero del pueblo, sobador de toda la comarca, componedor de huesos y de décimas y versado en La Biblia, había afirmado que en los libros santos no había disposición alguna que impidiera ver rifar a los burros ni a ningún otro animal.




Lo que debe hacer el cura – decía – si no quiere ver mas escándalos es encargarle unos pantalones a los burros; que me los mande a la Sastrería y yo les hago pantalones sin bragueta para que se acabe la rifazón.


A pesar de lo hablador, Misael Noguera tenía fama de Masón y tal vez esta causa era objeto de las enconadas alusiones del cura; quien se refería constantemente a los enemigos de la iglesia que tenían en el pueblo “su agente circunciso”.

Nunca supimos de la ascendencia hebrea de Misael, pero tenía una entrañable amistad con Ana Silber, una incomprensible criatura silenciosa y elástica como un gato, con ojos de Gioconda; alta y delgada como una espadaña de miyo, siempre vestida de negro y calzada eternamente con una chinelas de sisal.

Ana era la hija adoptiva de Mosé Córdoba, talabartero, carpintero y de cualquier otro oficio que fuera requerido en el pueblo. Había llegado después de las revueltas del 70  desde algunas de las posesiones holandesas y se instaló en Pueblo Nuevo bajo la protección y con la ayuda de Misael Noguera.




Mosé Córdoba llegó montar una fábrica de chinelas de sisal que vendían en las Antillas Holandesas, pero el destierro de Ana – su única hija y familia – lo desalentó de tal manera que se retiró a una cabaña de El Roncador donde fue conocido como “El Vendedor de Sueños”. Fiel al principio de que toda acción conforme con Jehova y con uno mismo, debe reportar un beneficio, vendió sus sueños hasta que un día, recordando tal vez a Ana Silber, se vendió a si mismo el sueño de su muerte.




Ana trabajaba de costurera en la Sastrería “Non Plus Ultra” de Misael Noguera, que estaba en la esquina suroeste de la Plaza Mayor, y desde su sitio de trabajo podía ver y oír diariamente el barullo que formaban las caballerías; el tráfico de mercaderías; la carga y descarga de las recuas; los gritos fenicios y el trato de los mercaderes, lo cual significaba ver simultáneamente la conducta de los animales.

Ciertamente una era la actitud de los mercaderes y otra la de las recuas: las bestias indiferentes al sol, a la iglesia, a la solemnidad de los tratos y al tráfico de mercaderías llegaba al paroxismo con la presencia de las mulas, animales que viven en celo permanente  y cuya cachondez y ruinera es conocida por bestias y humanos.

Sin el menor rubor y sin esconder su apasionado interés, Ana Silber miraba impávida el espectáculo cuyo contenido erótico pagano inflamaba de santa indignación al cura Catalino. La serena complacencia e interés de la muchacha debió parecerle al Sacerdote una especie de perversión incurable, tal vez vinculada a conocidas referencias bíblicas de incestos y promiscuidad…

Puesto que Ana no había ido jamas a la iglesia y no participó en ningún momento en actos o ceremonias pías, Don Catalino no encontraba el mecanismo que le permitiera imponerle las terribles penitencias que a su juicio merecía, así que la hizo blanco de sus anatemas, advirtió sobre el peligro de su presencia y estimuló todas las acciones que concluyeron con el extrañamiento de la muchacha.



Así que un día con el coro de una menguada corte de fanáticos, Ana Silber fue sacada de Pueblo Nuevo, llevada y abandonada en la desolada Costa de Arriba, justo en los arenales de Tumatey; al norte de Las Cumaraguas; al sur de Puerto Escondido y el Mangle Lloroso, a la orilla de la mar inclemente; al este de los agrestes linderos de El Vinculo de Curaidebo, en medio del adarce, del viento, de los arenales implacables y con la sola compañía de la grama de indias que crecía silvestre en los arenales, afincada en la urdimbre de sus dorados tallos, mientras la mar incesante estallaba furiosa sobre las negras piedras de la orilla.


Pedro Gamboa.