28 abr 2011

La Muchacha que heredó un recuerdo


En las desiertas claridades de Paraguaná, Mariquita Fermín fue como una sombra dulce y vivaz destinada a enseñarnos que nuestra cotidianidad acaso sólo sea indiferencia y olvido.

Antes de cumplir los 20 años recibió un legado de su abuela Hanna, la ultima de su linaje que uso el apellido Vermeer, y no solo lo usó sino que lo pronunció siempre con desenfado y hasta con arrechera como en un vano intento de afirmar su origen flamenco.

Muchas cosas singulares debió comprender ese legado, pero entre todas destacaron unos espejuelos que Mariquita se encasquetó desde que murió la abuela y no abandonó en ningún momento de su precaria existencia.




Estaban montados en una armadura de oro viejo y debían tener algo de aumento, pues era ostensible que los ojos de la muchacha, ya de por si grandes, destacaban ahora como si no hubiera en su rostro nada mas. Vertida en este mundo tal vez para conocerlo pero jamás para indagarlo, debió hastiarse de pisar cada día el mismo sol y buscó entonces refugio en las memorias de la abuela.

Empujada sin tregua por arenas y vientos implacables su hastío buscó un puente en los espejuelos del legado; ellos le dieron entonces un permanente espejismo de campos arbolados, lagos apacibles, verdes praderas y todo cuanto recordara Hanna Vermeer del añorado Flandes.




En la noche, ya sin la magia de los espejismos, se prolongaba el viaje porque los pasajes que había imaginado y perseguido estaban allí esperándola y entraba en ellos como quien regresa al hilo de una historia querida. En el regazo de sus verdes praderas Mariquita soñaba con sus verdes praderas. Paraguaná se desvanecía en el alma de la muchacha que suspendida en su armadura de oro, era como gaviota sin más entrañas que espejismos y sueños.


Con su brújula rota sobre un norte imposible Mariquita erraba cada día por los campos de Flandes; de noche entraba en ellos a través de los sueños… todo lo demás era indiferencia y olvido.

Algo le permitió advertir que también ella se estaba desvaneciendo. Decidió que la vida es ahora y que tal vez sus visiones no hubieran sido posibles sin el radiante mundo en que vivió desde siempre, pero no tuvo el valor de despedirse; resueltamente rompió uno de los lentes y salió a la calle con la armadura de oro donde un solo vidrio revelaba su intima congoja.

No le importaron risas ni compasivos afectos, ella solo quería dividir su alma y compartirla entre los recuerdos de la abuela y sus desiertas claridades. Todo fue en vano, mientras Mariquita vagaba en su armadura de oro, con un ojo veía espejismo con el otro soñaba.

Pedro Gamboa.