28 abr 2011

Mujer de Náufragos


 ADVERTENCIA: Hace cinco meses publicamos en Énfasis la primera parte de Ana Silber, una de las Crónicas del Golfo.

A estas alturas, muchos de quienes tuvieron la oportunidad de leerla habrían olvidado que Ana Silber, huérfana y desenfadada muchacha de origen hebreo, vivió en Pueblo Nuevo de Paraguaná cuando todavía la Plaza Mayor (hoy Plaza Bolívar) era un patio de mulas y mercado que según el cura Catalino de Almera ofendía la dignidad de la iglesia.

El padre veía que sus sermones eran burlados, no solo por los gritos de los mercaderes, todo lo cual particularmente esto último, congregaba gran cantidad de curiosos y quitaba fieles a la misa y a cualquier función religiosa.

 Ana Silber era espectadora común, no solo por su desenfado, sino porque trabajaba frente a la Plaza en la sastrería de Misael Noguera, tal vez el único masón del pueblo y además hábil componedor de huesos y el mejor sobador de toda la comarca.

Ana prefería el tumulto del mercado a trabajar en la fábrica de chinelas de su padre adoptivo, Mose Córdoba, hebreo de condición, carpintero, talabartero, orfebre y cualquier otra cosa según conviniera, que luego de la desaparición de Ana adquiriría fama como vendedor de sueños.

En la Semana Santa de aquel tiempo el cura Catalino de Almera decidió que la desaprensión de Ana Silber era desvergüenza e impiedad y convino con un pequeño coro de despiadados, desterrarla de Pueblo Nuevo.

Ana Silber fue llevada a las soledades de Playa de Arriba, a los arenales de Tumatey, entre los salares de Las Cumaraguas y Puerto Escondido, donde sólo crecía la grama de indias y donde la mar y el sol estallan inclementes sobre las piedras de la orilla.




Ya no crece la soledad en las playas de Tumatey. Alguna espadaña seguirá abatiéndose e irguiéndose luego sobre los arenales, y la mar inclemente continuará estallando sobre las oscuras piedras de la orilla, pero ya no crece la soledad como en los tiempos en que los ojos de Ana Silber eran el único eco del paisaje.

La costa oriental de Paraguaná, conocida como Playa de Arriba, corre diez leguas desde Punta Adicora hasta Mangle Lloroso, frente a todos los vientos del mundo y a una mar que arrastra desde muy lejos los arboles que los ríos arrancan del corazón de Venezuela.

Paralela a la costa corre obstinada la escollera de La Tortuga por cuyas bocas y laberintos pasan las aguas y los contrabandistas, y los restos de naufragios, y los arboles arrancados al corazón de Venezuela. Todos irán luego por canales y manglares a yacer blandamente sobre la arena de la orilla, a servir como aquellos que constituían el rancho de Ana Silber, a fundirse bajo el sol paraguanero, o a terminar la aventura que empezó en los docker’s de Aruba.

Ninguno de los regocijados seres que ahora distraen sus domingos en las Playas de Arriba y que desde sus burbujas de aire acondicionado, desde sus transistores y espejuelos negros, sólo ven en la mar el índigo de sus pantalones tejanos, pueden imaginar la trama de vida y expiación que, como la grama de indias, poblaba los arenales de Tumatey.




No pueden saberlo porque en realidad todo comenzó cuando Jerobán Primera y Elías Medina cumplieron la misión de desterrar a Ana Silber y efectivamente la sacaron de Pueblo Nuevo con las manos atadas a la espalda, mansa como una piel de conejo, sin mas ropa que la puesta y con sus invariables chinelas negras.

Mosé Córdoba ni siquiera pudo despedirse de su hija y ni siquiera pudo dotarla para el viaje, pues Catalino de Almera seguía como una serpiente los movimientos de la muchacha.

Solo pudo trascender el mudo ruego dirigido por Misael a Jerobán Primera, había entre los dos hombres una espacie de gratitud recíproca y Jerobán aceptó calladamente el compromiso de no permitir que Ana muriera; que hubiera sido la consecuencia al dejarla a la intemperie entre los salares de las Cumaraguas y los Médanos de Tumatey.

En ese entendimiento, apenas pasada la quebrada de San Pedro, la muchacha fue desatada y mas tarde se le dio una cabalgadura en tierras de Santa Rita donde también se le dotó de agua dulce. El viaje se tornó amable de tal manera que cuando avistaron la costa era justificable la esperanza de que Ana sobreviviría al castigo.



Dos horas a lomo de burro para cubrir el último tramo del destierro y antes de que anocheciera estaba Ana Silber instalada bajo el uvero de Gasparito cuyo tronco, además de las hormigas y las huellas de nombres que alguna vez se juraron amor, tenía los recovecos necesarios para alojar a la muchacha y su terca resolución de mantener la vida.

Ana había tenido su revelación en las soledades de Tumatey. Sin lagrimas, sin reproches y sin ninguna duda preparó su piel de mujer para estallar de amor por todo aquel que le hiciera compañía en su naufragio. Desde allí para siempre, fue solo pureza y sombra pasajera, “mujer de náufragos”.




Nunca quiso Ana Silber la compañía de merodeadores que buscaban amedrentar su soledad. Su vida fue de aquellos, también desterrados, que sin buscarlo hubieran descubierto y compartido con ella el principio de la creación.

Jerobán no fue, como se dice, el primero, ni el segundo, ni amante alguno de Ana. Por alguna razón que desconocemos, pero que atribuimos a mandato de Mosé Córdoba, viajó varias veces a Tumatey llevando auxilios a la muchacha, pero no fue su amante.

Ana enarbolaba sus amores como una bandera y ese fue el caso de Lope Vizcaino, único sobreviviente del naufragio de la balandra “Cartago”, destrozada y hundida en la boca norte de la escollera una madrugada de octubre.

La mañana siguiente al naufragio recalaron a la playa los restos de la balandra y de su tripulación, donde la única vida eran los gemidos de Lope Vizcaino.




Ana Silber lo rescato, enterró los cadáveres y durante una semana escudriñó cada rincón de la costa buscando la carga de maíz que la mar cosechaba.

Lope Vizcaino no logró sobreponerse a sus quebrantos, sólo duró diez semanas, pero aun con una pierna fracturada y varias heridas en el resto del cuerpo logró engendrar el único hijo de Ana Silber, aquel que ella, por gratitud a quien la desató y la dejó vivir puso por nombre Jerobán y que hasta los doce años anduvo por los arenales, cargado de pecas y de cabellos con el sólo nombre de Jerobán y sin un maldito apellido.



Jerobán desapareció a los doce años cuando ya su cuerpo había endurecido lo suficiente para cruzar solo las tierras de Curaidebo. Se marchó cuando comprendió que en el rancho de Ana Silber solo cabían ella y su amante, cualesquiera que fuese, cuando todavía reinaba la soledad en las Playas de Tumatey, cuando supo que en la Plaza de Pueblo Nuevo habían comenzado su vida y su desolación...



...cuando tuvo el vehemente deseo de conocer a Catalino de Almera, aquel cura crucificado por su propio deseo, que castigando a una muchacha hebrea había enterrado para siempre su libertad y su esperanza; aquel hombre que según la confesión de Ana Silber, había sido en la oscuridad de la Iglesia, entre imágenes tristes y contenidos sollozos, su primer amante. 

Pedro Gamboa.