28 abr 2011

La Matejea

Epifanía Manzanares, catira menuda y de suaves maneras, ejerció de ramera desde su llegada a Punto Fijo allá por los tiempos en que La Concha la mas grande y mejor “Zona de Tolerancia” del mundo, cuando ni la TV ni el SIDA, ni los evangélicos hubieran podido quitarle a Punto Fijo el titulo de Capital de la Rifadora Universal.



La llamaron Matejea, tal vez por aquello que ignoró Orlando Rafael Sánchez en su último viaje de pobre a Santa Ana y es que no se puede coger impunemente una matejea sin antes taparle el huequito por donde salen los cacuros. 




Orlando vio a los chamos que las tumbaban y luego las llevaban a una alberca, apostó que tumbaba la mas grande y lo hizo;  trato de llevarla hasta la alberca, pero ignorante del método no tapo el huequito y en el camino hasta el agua se lo comieron los cacuros.

Ya inútil para los juegos infantiles, no tuvo mas remedio que buscar trabajo en la Creole. Tal vez esta circunstancia le haya impedido conocer las celebres guruperas de Epifanía Manzanares.

En el primero o segundo viaje de la Chicago Bridge, cuando el matrimonio de un gringo equivalía a 800 dolares mensuales de viático, La Matejea se convirtió en Epifanía de Brown al casarse con Ben K. Brown en un rumboso matrimonio donde Ada Zamorano, dueña de mas de 500 rameras y casi suegra de Ben K. Brown, echo la rocola por la ventana.

Fue convenio expreso de los novios que el juramento se limitara a “para el bien y para el mal”, pero en Punto Fijo, sin ninguna obligación de viajar a Estados Unidos ni injerencia alguna en los 800 dolares. La Matejea seguiría ejerciendo con la natural preferencia debida a Mr. Brown cuando este decidiera pasar un rato en La Concha; caso en el cual debía bajarse de la mula en el mostrador de Ada Zamorano.

Ya por la hora en que los dos mil trabajadores de Lumus empezaban a retirarse de La Concha, justo a tiempo para tomar la Línea Azul (salvo aquellos que con sus respectivas mujeres se quedaban esperando la llegada del empleado del Seguro que vendía “suspensiones firmadas y selladas” a 20 bolívares para los criollos y a 100 para los gringos, o para cualquiera que lo pareciera como era el caso del adaurero Regino Lugo, que por esa razón tenía que enfermarse de verdad) llegaba el carro que buscaba a La Matejea para llevarla hasta la Puerta Shell, donde había construido su precario hogar con Mr. Brown, quien antes de ponerse el casco y salir , hacía la operación de cambio; dejaba 3 bolívares por cada dólar recaudado a fuerza de cerveza, cuba libre y rocola.
Todo marchaba a pedir de boca hasta que La Matajea salió preñada sin que el impreciso recuerdo de sus amores pudiera determinar con la debida exactitud quien sería el maldito padre del chamito. Ni siquiera sabía el día aunque recordaba que el Sábado de Gloria había roto con holgura la abstinencia con que su obstinada piedad de provinciana había guardado el Jueves y Viernes Santos.



Fracasaron todos los abortivos: pateó el gringo, lloró Epifanía y se lamentaron todos, pero finalmente el chamito cumplió su cita con la vida y nació catirito, suave y menudo como su madre; fue presentado como Ignacio Brown Manzanares, pero por razones obvias y a pesar de su color fue conocido desde niño como El Cacuro, y con ese nombre ingresó seguramente a Estados Unidos, donde según dicen, no hace falta cédula de identidad ni partida de nacimiento, sino el dinero suficiente para comprarse una hamburguesa y una Coke.



Antes de que pasaran “Casablanca” en el increíble Cine Adaro y de la inaudita protesta de los habitantes de la Botija porque sus casas se habían convertido en pozos de petróleo, se marchó de Venezuela Ben K. Brown llevando con sus valijas a La Matejea y su cacurito. Los años, el amor y tal vez las solanas de Paraguaná habían devastado el crematístico afán que lo trajo a esta tierra y al matrimonio que sin querer lo convirtió en sumando.


Antes de marcharse vendieron todo: nevera, zapatos, ropa, caña de pescar, ollas, discos y alguno que otro libro tal vez nunca leído; todo menos sus huellas, sus nombres, sus recuerdos … el paso por la orilla que ellos también hicieron sin otra credencial que la del instinto gregario.

No importa donde estén ahora el señor y la señora Brown y ni si ésta ha acompañado al cacurito con otro pecadillo de Sábado de Gloria; aquí en la tierra que hicieron, pueden haber variado la música, las suspensiones y hasta la “Tolerancia de la Zona”, pero la Línea Azul inaugura cada mañana llevando con los rumores de apagadas rocolas un tropel de cascos a la ineludible cita con el pan de cada día.


Pedro Gamboa.