28 abr 2011

El Vendedor de Sueños



En Coabana de Paraguaná, allí donde las tierras son bermejas y se rinden en mansos follajes a la quebrada de El Amparo, vivió su única vida Mosé de Córdoba, pequeño y enlutado sefardí de sueños trascendentes que sin tener un hijo pobló los recuerdos de la comarca.


Eran los tiempos de cielos radiantes y callados atardeceres, donde el silencio era interrumpido apenas por el eco lejano de los jopeadores convocando las cabras al redil; tiempos de cafecitos forjados en feroz lucha con desvanecidos granos, ramitos de canela y albahaca …, tiempo de silencios … todo lo que necesita un hombre para comprender y vivir en paz.

Pueblo Nuevo era sólo El Pueblo y su plaza mayor un patio de mulas hasta la hora en que los hombres pisaban su propia sombra, y de cagajones después de esa hora, hasta que llegaba Auristelo Medina, con su carretón y su pala, o con lo que quedaba de ellos, a recoger todo cuanto hiciera falta para su huerta, o mejor para sus gallos de riña, animales que le merecían toda su devoción y cuidado; hasta que llegaba el momento de sacrificarlos y hacerlos verter hasta la última gota de sangre en las galleras de Paraguaná.

Este fue el pueblo donde llegó Mosé de Córdoba, aun sin barbas, sin papeles y tal vez sin salmos ni recuerdos, aunque para ser fieles al suceso debemos confesar que Mosé de Córdoba nunca llegó al Pueblo; nunca pisó las cuatro calles que una vez tuvo, nunca se cobijó bajo sus aleros, ni caminó sus aceras enlosadas. El supo del Pueblo porque imaginó estar en él, porque siendo espectador de si mismo se vio caminando bajo la sombra de sus aleros y porque el Pueblo era una historia cotidiana en los vivos relatos de Ana Silber, la increíble criatura que lo acompañó a su llegada, sin que se supiera jamás cual era el nexo que los unía.


Fue en todo caso un gran amor por parte de Mosé, un amor tan firme y profundo que solo cabía imaginarlo: Hecho a la medida de su alma, como una costumbre de la memoria y un espacio de si mismo cedido a perpetuidad.

Los que dicen haber escuchado la historia, hablan de un rostro largo, rodeado de negro por todas partes, una voz que era un murmullo, dos anillos de oro, una camisa blanca abotonada hasta el cuello, una levita rucia de sol y de jabón de la tierra. Nunca se sabía si sus ojos te estaban viendo con curiosidad o midiendo sencillamente tu capacidad de pago o tal vez fueran esa figurilla que los hipnotizadores hacen bascular ante una persona con el fin de inducirla al sosiego hipnótico.

Pero ese fue Mosé de Córdoba refugiado o exiliado para siempre en Coabana, o por lo menos en el rincón arbolado que se rinde ya sin remedio en la quebrada de El Amparo, porque hubo otro Mosé de Córdoba, imaginado por el mismo, alguien que permanecía como un obstinado recuerdo al lado de Ana Silber, llegado desde el norte, paso a paso y en silencio como una enredadera, sin mas raíces que las que va sembrando donde pone cada retoño.


Tal vez viniera de Curaidebo, o de los arenales de Tumatey, o de cualquier playa, donde pudiera varar una lancha venida de Aruba con el tiempo suficiente para bajar una muda de ropa y un saco de funche holandés. Lo cierto es que, antes de lo que tarda en cuajar una auyama, ya estaba instalado por los lados de Guaicuira Abajo, muy cerca de donde Elías Salomón Martínez, llamado “Limón”, sin que esto significara referencia alguna a su carácter, tenía las siembras de algodón mas grandes que se hayan conocido en Paraguaná.

En aquellas tardes, desde las tierras altas de Guacuira, vegas y labrantíos de por medio, podía verse el naciente Pueblo Nuevo y con la obligada referencia de su enorme iglesia de muros encalados, y un poco mas allá el oscuro bosque de  robles, sicaguas y ceibas de Coabana. En las tardes de cielos profundos, cuando el sol inclemente, cansado de lacerar la tierra buscaba refugio y olvido, Mosé de Córdoba viajaba sin tregua a ese oscuro bosque de Coabana, cuya premonición le anunciaba la parte final de su destino.

En Guacuira, y en la casa de los Martínez, Ana Silber aprendió a hilar y a tejer pequeños lienzos de algodón crudo que Mosé de Córdoba tenía y preparaba de tal forma que muy pronto estuvo fabricando suaves chinelas con almohadillas suelas. Las chinelas se vendían a 2 pesos, precio que limitaba el mercado de la austera Paraguaná, pero justas y peripuestas para las Antillas, donde aparentemente se vendían como pan caliente.


Fue en Coabana, donde comenzó a percibir una especie de existencia paralela que se le adelantaba por las noches al curso de su vida y se manifestaba en sueños que al día siguiente tenían inapelable vigencia.

Aquello comenzó por la inquietante certidumbre de que todo cuanto había soñado por la noche, se cumpliría irremediablemente al día siguiente. Tuvo la sensación de que no soñaba realmente, sino que programaba su día, suceso a suceso, y que este programa era como vivir de antemano el futuro inmediato.



Supo al fin después de sorprendentes experiencias, que los sueños o iluminaciones que parecían venir de alguna parte eran en realidad su propia obra. Mosé se imaginaba a si mismo, ya como un actor, ya como espectador, de un pedazo de vida y entonces la construía disfrazándola de sueño. 



Sólo por las noches despojado para siempre de su anclaje en la tierra, despojado de Ana Silber, de los recuerdos de la mar de Arriba, de las tierras de Guacuira, de las finas chinelas cuyos pedidos quedaron sin satisfacer, y de sus propias necesidades cotidianas. Podía volver los ojos sobre si mismo y asumir el papel del gran progenitor.

Y ya no dudó mas, empezó por pequeñas cosas y así se propuso a soñar un día con la mata de sicagua la mas alta del patio caería sin hacer daño, como en silencio, sobre la cerca de piedra.


Con ello se proponía vaciar las dos colmenas que se habían formado a media altura del tallo. Se haría como si el árbol se acostara a reposar, como si sus ramas al caer no tropezaran ni lastimaran a ningún otro árbol, como si la cerca de piedra fuera un suave regazo y como si la posición adoptada permitiera recoger mas fácilmente las colmenas …y todo fue palabra de Dios, como si los hados estuvieran copiando sus libretos en los sueños de Mosé de Córdoba: cayó la mata de sicagua blandamente y las colmenas que la estaban minando rindieron varios litros de miel.


Algunas veces los sueños trágicos irrumpían sin que  Mosé de Córdoba  pudiera detener la tragedia que anunciaba y así fue : “ no lloverá  en septiembre, ni en octubre, ni tampoco en noviembre, ni en la navidad de los cristianos y empezará otro año donde el viento será el único regalo de los cielos. No correrá ni un hilito de agua por la quebrada El Amparo y las lagrimas empañarán solas para siempre”.

Como un espectador incomodo, como suelen serlos los que conocen el final Mosé de Córdoba  vio el luto tiñendo los trapos de las mujeres. Vio secarse las espigas y hasta secarse las plantas de caseto; estaba anonadado por su poder y por la eficacia de sus premoniciones, así que decidió invertirse con el poder de soñar lo que quisiera y actuar conforme a la vida, donde el desamparo es mas evidente, allí los mas abandonados buscan a Dios por los rincones, y dicen sus plegarias en voz alta. Escogió el camino más evidente,  el que debía tomarse para ahorrar sufrimiento y prolongar la vida.

Ciertamente Paraguaná tenía, como ahora, curanderos en los pueblos y en cualquier cruce de caminos, pero la fe estaba reservada a unos pocos. El sería muy pronto el mejor dispensador de salud y de alegría por las tierras de Coabana, el podía soñar a su arbitrio la curación y el restablecimiento de cualquier persona aquejada por una enfermedad y él sabía además que el sueño se cumpliría. Sólo debía preparar una estrategia que permitiera articular sus sueños con el principio de que toda acción debe reportar un beneficio para que no sea inútil a los ojos de Dios.



Empezó por preparar pócimas de las plantas más comunes: llantén, orégano. Hierbabuena, limón, berro. Barbas de maíz, etc., pero disfrazó su sabor con sabias mezclas y desechó sus nombres de origen aplicando nombres exóticos, todo lo demás fue discernir al que tuviera algún padecimiento; recomendarle alguna de sus pócimas, y una vez aplicada la receta, soñar que el paciente sanaba sin remisión.

Así fue sumando pequeños y callados y éxitos hasta llegar a la consagratoria curación de Manuel Felipe Urbano, labriego de mediana edad, aquejado y postrado por una irreductible enfermedad, en la que habían naufragado las recomendaciones de médicos y de los curanderos mas afamados.



Mosé de Córdoba se decidió a salvarlo y rompiendo con sus antecedentes, visitó a Urbano, que por cierto casi se muere del susto, cuando vio aparecer a Mosé con su Lestón negro al lado del catre. Nadie hubiera imaginado en la casa de Urbano que esa tarde recibirían la visita de Mosé de Córdoba, ni siquiera sabían si podían brindarle un cafecito a un hombre tan raro y que parecía saber tanto. No fue necesario en verdad brindarle el café ya que Mosé se adelantó pidiéndoles que no se molestaran. El había sabido que Don Manuel estaba enfermo y de que no había tenido mejoría a pesar de las muchas consultas que se había hecho.

Estoy convencido, dijo, de que se trata de un morbo muy frecuente en esta región y que en algunos casos he ayudado a curar. Quisiera asegurarme que le den ahora mismo una cucharadita del contenido de este frasco y esta noche puede repetir con otra cucharadita, que ya mañana será otro día.

Mosé dio las buenas tardes y se marchó tal como había venido, sin prisa, pero a paso firme y seguro de haber anclado en la mar que debía. En la noche todo fue asegurarse de que debía soñar a Manuel Felipe Urbano milagrosamente aliviado de penas y dolores, levantado de su catre, lo suficientemente fuerte para ponerse su ropa de trabajo y anunciarle a todo al que quisiera oírlo que se sentía muy bien y que había sido curado por Mosé de Córdoba, con una sola gota de un frasquito.



Y fue así, de allí en adelante ya no precisó asegurarse de que sus recomendaciones serían cumplidas. Todo cuanto dijera sería obedecido irremisiblemente. Lo que había sido una especie de temor se convirtió en un respeto afectuoso y digno.

Tal vez en la alta noche, alguien pudo oírlo diciendo “ Oh, Dios, toda la vida de piedra en piedra, llorando y diciendo mil plegarias sin consuelo alguno, perseguido por si mismo y alejado de todos, sin otra sombra que mi propia desgracia, siempre sin lo necesario, siempre sin lo suficiente, huyendo de los recuerdos mientras mas faltan me hacían. Vine a esta tierra desolada, donde nadie parecía tener nada y aun así toda parecía ocupada, sin un espacio para mi y sin una sonrisa de comprensión para Ana Silber y he aquí que tras un rodeo por mi pequeña historia, hago de tus milagros el mío y siembro por las tierras de Coabana alabanzas que son tuyas. Solo me empavorece el saber que me he separado de ti y estoy perdido”.

El hecho de que Mosé de Córdoba  vendiera sus sueños, es decir, que vendiera las curaciones que se había propuesto soñar, y que efectivamente soñaba, no le deshonró jamás. No había siquiera una tasación de honorarios y menos aún necesidad de cobrar; a sus manos legaba interminable, como el hilo de agua que corría por El Amparo, una fervorosa contribución, un caudal de tributos que a pesar de sus proporciones, era una ínfima parte del cariño y devoción que logró despertar, pero ese cariño fue precisamente el origen de su perdición.´
Entre los tributos que recibió estaba el personal, sumiso e intransferible que significó el afecto de Lea Pinto, beneficiaria de un sueño y cuyo agradecimiento se convirtió en afecto, en devoción y en un servicio personal que comenzó por el arreglo de aquella casa vacía de cuidados; casa que ella fue poblando pacientemente hasta hacerse indispensable, tanto en los espacios de la vivienda como en el alma de Mosé de Córdoba. Fue pues el cumplimiento de una obligación convertida en amor por obra de una caricia recóndita e impenetrable.

La unión de Mosé de Córdoba y Lea Pinto tenía que concluir alguna vez en las revelaciones de los sueños y estrategias que le habían valido a Mosé el calificativo de vendedor de sueños, y efectivamente  concluyeron así desde el momento en que Mosé de Córdoba advirtió que el amor de Lea estaba borrando, lenta pero firmemente, la historia de sucesos muy lejanos ligados a su origen y al viaje que le llevara con Ana Silber desde Aruba hasta las desoladas playas de Tumatey. 



No se dejó rendir por el amor y decidió volver, es decir, decidió regresar a lo que siempre regresan los de su condición, a su origen. Tomada esta decisión decidió darle a Lea Pinto el secreto de sus predicciones: paso a paso fue reconstruyendo con ella el proceso de sus sueños; la forma de construirlos y de pensarlos, hasta que pudo hacer las pruebas que le permitieron saber que la lección había sido aprendida. Una misteriosa afinidad que tal vez se revelara en el nombre de Lea, le había permitido a ésta acceder al misterio de los sueños construidos y elaborados de antemano y muy pronto pudo tener sus propias experiencias y lograr curaciones que fueron atribuidas a Mosé.

Cuando todo estuvo asegurado, fue el momento escogido por Mosé de Córdoba  para revelarle a Lea su decisión de marcharse, de desaparecer, de buscar sus orígenes, y fue también el momento en que el imborrable amor de Lea decidió conservarlo para siempre.



Y fue así, cuando ya no hubo ninguna duda de que Mosé se marcharía, Lea decidió soñar que se quedaba, y un día, o una noche, sin mas remedio, tuvo que soñar que Mosé de Córdoba  fallecería en sus brazos y que se quedaría en Coabana para siempre.

En un rincón de Coabana, allí donde las tierras son bermejas y se rinden en verde follaje a las tierras de El Amparo, yacen para siempre Mosé de Córdoba  y Lea Pinto.

Pedro Gamboa.