28 abr 2011

Prefacio

La autopista A3 no existía cuando Konrad Erwin Trouttman nació de pie, con veinte dedos y capacidad para ser inscrito en el Libro de Electores del Cantón de Aargau. 


No heredó Konrad Erwin los ojos de metra del resto de sus hermanos, ni la disposición temeraria; como Elke, por bajar en bicicleta y a manubrio suelto los 45° de pendiente de la iglesia, en sonora carcajada que irrumpía el silencio de aquel pueblo apostado milenariamente al margen de un camino, que ya era viejo cuando pasaron las macilentas Legiones Romanas camino a la última frontera en Augusta Raurica.

Tampoco heredó oficios de primogenitura, condición que lo hizo libre de llegar a cualquier hora y de cualquier parte a la Oficina Postal que por décadas atendió su abuelo, luego su padre, luego su hermano. Tienen suerte los que nacen de pie.

Erwin, como lo llamaban sus amigos, a los 7 años desafió la prohibición de su madre de acercarse a un grupo de forasteros, que con ánimo de pasar una buena temporada, se había apostado hacía unos 3 días y para recelo de todo el pueblo, en el descampado cercano a la Estación Central. Andaban a diferencia de la XIII Legión, en desprolija caravana de animales, enseres colgantes y personas buscando el sur; si Elke hacía ruido, esta gente era ingobernable, pura notoriedad, pésima fama y exaltación.




Venite ici kinda!” le llamó una mujer de ojos de abismo y un pañólon de flores promiscuas, como si llevara en la cabeza un jardín de invierno. Al acercarse lo abrumó el olor a bálsamos, mentol, queso curado y humanidad. “ Tu ta’pelle Conrado ¿verita?… ¿ et votre Vater labora en Die Poste?” La mujer buscó algo dentro del bolso de estambre que la terciaba y estiró la mano, entregándole a Erwin que la miraba atónito y ya con ganas de correr un sobre “  Es para vos, Bitte, non parla niente…”  le dijo la mujer y añadió algo que por la premura no lo logró entender, pero que le ocurriría a los 14 años y que lo marcaría para siempre.

Una vez en la casa, Erwin corrió a revelar el contenido de ese sobre delgado y sólido, como casi todas las verdades, cuando se encontró que entre las manos tenía un mapamundi, – ¡ Tanto misterio para que una vieja loca me regale una mierda que veo todos los días en la Oficina Postal!- murmuró  y lo arrojó al piso para irse a jugar, sin percatarse de las marcas que en tinta china rastreaban los caminos de una Península que sobre un Golfo podía llamarse isla.



La Gran Guerra, trajo mucho trabajo al pueblo; trabajo no remunerado para la mayoría, por la cantidad de gente que vadeando el río, cruzaron la frontera hambrientos, solamente con lo puesto encima tratando de huir de aquel espanto. En la Oficina Postal, contigua a la Estación, se hacía una fila inacabable de cambistas y de remitentes de malas nuevas; en esos afanes de ayuda a su padre, Erwin ya de casi 14 años, se ocupaba parte del día como aprendiz de telegrafista, cuando a principios de Octubre empezó a sentir fiebres vespertinas, que prontamente se hicieron irremisas.



El padre de Erwin ya había agotado su paciencia, buena parte de sus ahorros y la reserva profesional de renombrados médicos cantonales que no habían podido dar con la cura del muchacho; hasta la tarde en que en medio de una ventisca, se acercó a la lustrosa taquilla del correo un hombre vestido como viudo, con una muy usada levita, una camisa blanca abotonada hasta el cuello, acompañado de una también enlutada jovencita que calzaba unas curiosas bubuchas bordadas con suela de caucho acolchado, similares a las que usaban las francesas en verano.
 
El hombrecillo enlutado sin ninguna reserva y calmadamente le confesó al padre de Erwin sobre la vital importancia de la correspondencia que le entregaba, ya que iba dirigida a sus parientes en Amsterdam, anunciándoles que estaría en ese pueblo cuidando de la jovencita que era su hija adoptiva, hasta que desde allí le enviaran suficiente dinero y dos boletos en el primer vapor que desde Le Havre ó Hamburgo zarpara para las Américas.

Por favor anote aquí su nombre le pidió el padre de Erwin al hombrecillo mientras sacaba el grueso libraco de envíos especiales y éste tomando la pluma con la mano izquierda en la que llevaba dos añillos de oro, trazó con ligereza “ Dr. Moshe Silbermann” – ¿Herr Silbermann, Es usted médico? preguntó Herr Trouttman, a lo que éste mansamente contestó “Aún creo que si”.


La honesta e inesperada confesión de Silbermann obtuvo frutos de reciprocidad en el padre de Erwin, quien le contó sobre la salud de su hijo. Llegaron a un acuerdo de servicios profesionales, esa noche y para mortificación de la madre de Erwin,  Herr Trouttman llevaría dos ausländer desconocidos y no católicos a cenar, y quien sabe con que métodos poco ortodoxos pondrían en riesgo la vida de su hijo.

La tensa sopa de Frau Trouttman se comió en silencio, al terminarla Moshe pidió que lo acompañaran a la habitación del muchacho, la madre quizo retener a la jovencita, pero fue persuadida por Moshe quien con firmeza le dijo que era su asistenta. Erwin estaba sobre un camastrón arropado y sudoroso. Señora preguntó Moshe ¿Cuando nació el jovencito? “ el 17 de Octubre, pronto cumplirá 14 años” contestó secamente; Moshe comenzó a hacer trazos y cálculos sobre una libreta y no les dijo nunca a los expectantes padres que Erwin tenia muchos planetas sextiles en la casa 10. “- Denle a partir de mañana y hasta que se termine una cucharada del contenido de este frasquito”, frasco sin marcas ni señas y de sospechoso contenido que puso a la madre de Erwin al borde del llanto.




Antes de retirarse, Moshe llamó a la joven que inmóvil lo esperaba en el marco de la puerta. “Hanna ven acá antes de despedirnos quiero que hagas algo por la salud de Erwin, por favor obséquiale un beso” Esa noche y las que siguieron Erwin durmió risueño y sin fiebres.



Al día siguiente Erwin tenía aun en la frente el calor de los labios de Hanna y comenzó su rutina; entre ellas  la de buscar excusas para sentarse frente a la Estación con el fin de divisarla en las tardes mientras paseaba del brazo de Moshe, Hanna enrojecida devolvía sus saludos haciendo extraños giros con la mano. 

Pasadas tres semanas desde que Moshe Silbermann y Hanna visitaron a Erwin, llegó el esperado y aporreado paquete desde Amsterdam; le tocó a Erwin entregarles el envoltorio lleno de futuros.

Esa noche cuando ya el silbido del tren regional anunciaba que eran las 8 p.m. Hanna buscó a Erwin “- Mañana nos vamos”, dijo Hanna quedamente y al marcharse sin despedirse le entregó una carta que un tal Pedro Gamboa, abogado de profesión, fotógrafo por diversión y mordaz fabulador, rescató sólo un pequeño trozo en lo que hoy son los restos de Adaro en la Península de Paraguaná, Venezuela, América del Sur y de cuyos fragmentos traducidos al castellano por Miguel Maestre se puede leer:




… no sé porque no lloro, quizá porque no te conocí, o tal vez porque tengo la certeza que de cualquier manera, algún día en cualquier parte del mundo, si tu quieres que así sea del mismo modo que yo quiero que sea, estaremos juntos. Y ese día será cómo la línea de un texto cronicario, que al final se hace un punto y comienza con una hoja nueva. Animula, vagula, blandula …”

Salomón Lugo C.

  Paraguaná Agosto de dos mil diez.