28 abr 2011

Las Lluvias de Septiembre



Cualquiera que haya tenido abuelos y haya vivido además el tiempo en que las familias guardaban el anecdotario de estas tierras – o simplemente hablaban- habrá oído de ellos las historia de Victoriano Colina, quien vivió afincado en la parda tierra de Curaidebo esperando por mas de un siglo las lluvias de Septiembre.




Nadie hubiera creído que aquel hombre menudo, sin carnes para una empanada de a bolívar, fuera capaz de mantener con tal denuedo la esperanza; pese al rotundo mentís de la experiencia, que hasta donde alcanza la memoria, solo puede hablar de espigas muertas antes de que cuajara la primera mazorca.

El régimen de lluvias de Paraguaná es que no llueve, pero cuando la Providencia decide confirmar la excepción lo hace en Septiembre, o así debió hacerlo en la infancia de Victoriano Colina, de manera que dejó programada su voluntad y hasta su alma a razón de un BIT por cada gota de su sangre a fin que esperara sin desmayo ni desaliento las lluvias de Septiembre…; nunca hubo alguien mas fiel al designio de la Naturaleza.

Cuando en el año 12 y en los cinco que le precedieron Paraguaná fue borrada de los cielos y de la memoria de Dios, Victoriano quien ya tenía mas de cuarenta años, oteó cada día los despejados cielos buscando inútilmente esa motita gris que le permitiera llenar de afanes y simientes el fundo Los Olivos.


Ese año 12, la familia Olmedo abandonó para siempre el fundo. Atribulados o tal vez solo hastiados dejaron la casa cuando los vientos de cuaresma batían implacables los viejos olivos que le daban nombre a la tierra.

No hubo instrucción alguna, ni mandato ni recomendaciones; no hubo que cerrar puertas ni empalizadas. Nada cambió salvo el destino. Victoriano se hizo cargo de todo, o tal vez de nada de no haber sido por la casa; que era en realidad una hermosa casa de tejas desde cuya calzada podían verse los confines del Vinculo de Curaidebo y las luces de Aruba.



Esas luces en las profundas noches de Los Olivos eran como una jubilosa marquesina que anunciaba solo para él los cantos y los sueños de un mundo lejano y ameno que jamás le sería revelado. En el altar de esas luces lejanas su alma resignada hizo el voto de permanecer afincado a su tierra como una piedra irrevocable.

Tal vez se recuerde a Victoriano Colina por su obstinada vigilancia de los cielos paraguaneros, pero los que hemos pasado noches de vigilia en los Olivos y desde la calzada ya casi inexistente, hemos visto la lejana y silenciosa promesa  de las luces de Aruba, sabemos que esas luces le robaron el único regalo que le había dado la vida: la compañía de Pía Isabel Romero.

Pía, con poco mas de treinta años, robusta y sin ángulos como un percherón, de osadas tetas que tremolaban en cada resuello, escapada seguramente de algún aherrojado hogar donde embridaron sus sedientas carnes, se apareció en el fundo cuando la pesadilla había concluido y Victoriano se afanaba sobre la preñada tierra.



No hubo preguntas, ni anillos, ni juramentos; sólo una comunión sencilla ante un Dios tolerante y amigo.
Ya las primeras Navidades que pasaron juntos, Victoriano Colina había terminado el insondable pozo en el que había trabajado como una hormiga por mas de quince años. Ingrimo y solo armó la maroma, el brocal y la viga; barrenó inmensas lajas; sacó tierra y piedras; construyó un respiradero y fue reforzando las paredes hasta llegar a las dulces arenas que anunciaron el fin de sus desvelos. La llegada de Pía coincidió con la de esas arenas largamente buscadas, de tal manera que ambos sucesos tuvieron para su alma un solo y providencial significado.




El Creador los había instalado en el Edén Los Olivos, no para su propio regocijo, sino para que sudaran y parieran de una buena vez. No parieron en realidad, circunstancia que lejos de separarlos les dio nueva intimidad, pero a partir del hallazgo del agua ya no esperaron juntos las lluvias de septiembre. El pozo les había dado esperanza y sosiego, pero borró de sus vidas el nexo de los cielos.

Aunque miradas siempre desde la misma calzada, las lejanas luces tenían para cada uno de ellos un significado diferente. En la marquesina que iluminaba la profunda noche de Los Olivos, Pía buscaba la puerta por donde reanudar el novelado viaje de su pubertad.



Tal vez sea aventurado decir que ella buscó la casa de Los Olivos porque desde su calzada podría ver el mundo donde ansiaba quemar sus alas de mariposa, pero no lo es decir que alguna noche el atribulado corazón de Victoriano advirtió que estaba solo de nuevo y que el alma de Pía vagaba por cielos diferentes, soñando con las luces de un mundo risueño y lejano que no era precisamente la parda tierra de Curaidebo. 

Tuvo la certidumbre de que la comunión se había roto y de que, a diferencia de las lluvias de septiembre, no habría regreso una vez que ella se marchara; supo que su nombre no estaría escrito para siempre en el destino de Pía Isabel Romero y decidió volver la página hasta el día en que las dulces arenas del pozo y la propia mujer habían aparecido.
                                                               
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Piedra por piedra y grano a grano de tierra, en tres días con sus noches fue cegando el pozo que le llevó mas de quince años excavar; apenas sobró la tierra que ocupaba el menguado cuerpo de Pía Isabel Romero.

 

Ahora Victoriano Colina es solo la palabra tristeza escrita en cada piedra de Los Olivos. Insensible al tiempo y a los tenaces vientos que giran sobre la tierra, se ha instalado permanentemente bajo el alero donde cada noche mira sin pausa las luces lejanas hasta que la madrugada abate su memoria y su vigilia.

Los muros solo cobijan ahora tibios recuerdos y aperos de labranza donde las arañas tejen un sueño de viejas cosechas. Por la parda tierra viaja un alma fragmentada y sin lágrimas que pide el testimonio de los cielos para explicar el fin de El Paraíso.

Tal vez este septiembre no traiga las lluvias que esperó desde niño, pero afincado a la tierra como una piedra irrevocable y acompañado ahora para siempre, Victoriano Colina esperará esas lluvias aunque solo sea para llenar el pocito de sus manos y buscar en el las dulces arenas con las que vivió el único amor, la única alegría, el único sueño…

Pedro Gamboa.